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viernes, 29 de abril de 2011

Quinta Parte-.Pasión, muerte, resurrección y ascensión.

Pasión, muerte, resurrección y ascensión del Señor, ante todos, a los Cielos.



Acercábase ya la fiesta de los Ázimos, que es la que se llama Pascua.

Los príncipes de los sacerdotes y los escribas ya andaban perfilando el modo de dar muerte a Jesús, más temían la reacción del pueblo.

Entre tanto Satanás por medio de éstos se apoderó de Judas, que por sobrenombre se le  llamaba Iscariote, y que era uno de los 12 Apóstoles que el Señor eligió.

Judas trató con los príncipes de los sacerdotes y con los prefectos de los guardianes del templo, la manera de ponerle en sus manos.

Ellos se holgaron, y concertaron con él cierta suma de dinero.

De esta forma, se comprometió Judas y al ser hombre de palabra, buscaba ocasión para entregarle sin tumulto de gentes.

Mientras todo esto estaba siendo tramado, llegó el día de los Ázimos, en el cual era tradición sacrificar un cordero, que se le llamaba cordero de Pascua.

Y Jesús, envió, por tal motivo, a Pedro y a Juan, diciéndoles:

- Id vosotros y prepararnos
 lo necesario para  celebrar la Pascua.

- ¿Dónde quieres que la organicemos?, dijeron ellos.

Y Él les respondió:

- Nada más que entréis en la ciudad, hallaréis a un hombre que lleva un cántaro de agua. Seguidle hasta que llegue a la casa en la que entrará, y entonces diréis al padre de familias que estará dentro: “El Maestro te quiere preguntar: ¿Dónde está la estancia en la que yo he de comer el cordero pascual con mis discípulos?”.

Entonces, él os enseñará en la parte alta de la casa una sala grande, espaciosa y bien aderezada.

Preparad allí lo necesario.

Entonces partieron hacia donde se les había indicado, y todo sucedió como se les había dicho, y prepararon todo para la pascua.

Llegada la hora de la cena, se puso a la mesa con los 12 Apóstoles y les dijo encendido de anhelo:

- Ardientemente he deseado comer este cordero pascual y celebrar esta Pascua con vosotros, y así poder hablar con vosotros cosas que se refieren al Espíritu que siempre llega de lo Alto, antes de mi calvario en este mundo, porque yo os aseguro que no lo volveré a comer otra vez, aquí abajo, hasta que la divina pascua tenga su cumplimiento en el Reino de Dios.

En esto que comenzaron a ser servidos, y ya sentados en la mesa comenzaron a discurrir sobre las Eternas cosas y quereres del Santo Espíritu.

Y una vez acabado de cenar el cordero pascual, detuvo su mirada serena, feliz y satisfecha, pasando uno a uno los ojos, que le observaban atentos a éste momento, como presintiendo que algo más habría de decirles.

Una vez acabó mirar con infinita compasión a cada uno de ellos, tomó su copa que para esta ocasión, el tabernero, púsola diferente a las demás, entrando en un momento profundo de agradecimiento a Dios, dijo:

- Tomad, bebed me mi copa, puesto que si yo soy vuestro Maestro, justo es que comparta con vosotros su contenido, porque os aseguro que yo no beberé del zumo de la vid hasta que llegue al Reino de los Cielos, al Reino de Dios.

Y acabado de beber el último, tomó el pan nuevo que se había reservado, y después de un profundo estado de agradecimiento a Dios, lo partió en doce partes, y dio a cada uno una de sus partes, diciéndoles:

- Comed y sentid que este es mi cuerpo, el cual va a entregarse por vosotros. Y si hacéis esto en otras ocasiones, hacedlo para recordarme, hacedlo en mi memoria.

Y después de que todos hubieron comido el pan, tomó nuevamente el cáliz de aquella cena pascual, y dijo:

- Miradme, este es el Cáliz de la Nueva Alianza que contiene la sangre que será el sello de ésta, y que será muy pronto derramada por vosotros.

Pero a pesar de estar tan gratamente recogidos aquí, yo sé que entre vosotros está la mano que me hará traición, en esta misma mesa.

Y esto en Verdad confirma que el Hijo del hombre sigue su ardiente camino, pero ¡ay de aquel hombre que lo va a traicionar!

Entonces, sobrecogidos por lo que el Señor había dicho de la traición que se gestaba contra su sagrado habitáculo, el Hijo del hombre, Jesús, comenzaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que tal cosa hiciera.

Entre ellos surgió entonces una disputa tan grande, que supuso una contienda por saber quién de ellos sería el mayor, el que no podía traicionarlo, más el Señor la detuvo diciendo:

- ¡Oíd!

Los reyes de las naciones las tratan con imperio y dominación, y precisamente los que tienen autoridad sobre ellas son llamados bienhechores.

¡Vosotros no debéis de ser así!

Mas bien os digo que el que sea mayor entre vosotros, debe comportarse como el menor, y el que tiene la precedencia, pórtese como sirviente, porque ¿quién es mayor, el que está comiendo a la mesa, o el que le sirve? ¿aparentemente es quien está a la mesa?, y sin embargo, yo estoy entre vosotros como un sirviente.

Vosotros sois los que constantemente habéis perseverado conmigo en mis tribulaciones, y por esto yo os voy a preparar un lugar en el Reino de los cielos, como Mi Padre me lo preparó a mí.

Y en teniéndolo preparado comáis y bebáis de lo que tengo por ofreceros en mi reino, que como sabéis bien, no es de este mundo. Y una vez os halláis alimentado os sentareis en los tronos, para establecer el juicio de las 12 tribus de Israel, diseminadas por toda la Tierra.






Simón, Simón-Pedro ven, acércate.

Mira que Satanás va tras de nosotros para zarandearnos como el trigo cuando es cribado, más yo he rogado por ti en concreto a fin de que tú fe no muera, y tú, cuando te conviertas en lo que realmente debes ser arrepintiéndote, yo te pido que reafirmes en ella a tus hermanos.

Y Simón, impresionado por lo que había oído de los labios del Señor, le dijo:

- Señor, yo estoy listo para ir contigo a la cárcel y aún a la misma sacrificio, que dices has de sufrir.

Y Jesús, siendo el Señor, le dijo:

- Yo te digo, ¡oh Pedro!, que no cantará hoy el gallo antes de que tú niegues tres veces haberme conocido.

Y mirándolos a todos añadió:

-  Recordáis bien aquel tiempo en que os envié sin bolsa, sin alforja y sin zapatos y ¿por ventura os faltó alguna cosa?

- Nada. 

Respondieron ellos.

- Pues ahora, os digo, que quien tenga bolsa, la lleve, y también alforja, y el que no tiene espada, venda su túnica y cómprela, porque os digo que es necesario que se cumpla en mí todavía esto que está escrito:

“EL HA SIDO CONTADO Y SENTENCIADO ENTRE LOS MALHECHORES”.

Así que os digo que estas cosas que de mí fueron pronunciadas están a punto de cumplirse.

Y alguno de ellos le dijo:

- Señor, he aquí dos espadas. Toma tú una para defenderte.

Y cortando la conversación de éste, dijo:

- ¡Basta!, no lo has entendido. Haz lo que tienes que hacer.

Y éste se marchó.





Salió, entonces, Jesús, habiendo acabado la cena pascual, y se fue, como acostumbraba, hacia el monte de los Olivos para orar.


Y con Él fueron los Apóstoles.

Y llegados allí, Jesús, les dijo:

- Orad, pedid de no caer en la tentación.

Y se apartó de ellos como un tiro largo de piedra, en habiéndose detenido, hincó las rodillas y se metió en intensa oración, diciendo:

- Padre mío, si es de tu agrado, aleja de mí este cáliz. No obstante, no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Y en esto se le apareció un Ángel luminoso del cielo, para darle consuelo y confortarlo. Y, tan intensa era su oración que tenía como temblores, y le vino un sudor en la frente como gotas de sangre, que chorreaba hasta el suelo.

Una vez terminado este tormentoso momento, se levantó de la oración, y se acercó al lugar donde dejó a los Apóstoles, hallándolos dormidos.

Y llamándolos, le dijo:

- ¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para evitar caer en las tentaciones que os vendrán.

Y nada más decir estas palabras, oyeron como un tropel de gentes que se acercaban. Los Apóstoles pensaron que eran gente del pueblo que no pudiendo esperar, subían al encuentro del Maestro.

Y, al frente de este tropel de gentes venía, uno de los 12 elegidos por el Señor. Ése que iba en cabeza, era Judas Iscariote, cuyo rostro estaba desencajado por el miedo, ya que los que lo seguían eran soldados.

Una vez llegados, Judas, se arrimó a Jesús y le besó.

Y Jesús mismo le dijo:

- ¡Oh Judas!, ¿así es como as concertado entregar al Hijo del hombre, con un beso?

Y el silencio fue la respuesta dada por Judas a su Maestro.

Los demás viendo lo que iba a suceder, algunos huyeron despavoridos, y otros quedaron y dijeron:

- Señor, nosotros te defenderemos, incluso con la espada.

Y uno de los 12 hirió a un lacayo del príncipe de los sacerdotes, y le cortó la oreja derecha de tajo.

Jesús tomó la palabra y dijo:

- Parad, no sigáis adelante.

Entonces se acercó al herido, el cual gemía de dolor y asustado como estaba reculaba de su presencia.

Y el Maestro le dijo:

- No temas. Estate tranquilo.

Y recogiendo la oreja del suelo se la colocó de nuevo en su sitio, y quedó completamente curado y sin dolor.

Después dirigiéndose a los príncipes de los sacerdotes, a los prefectos del templo, y a los ancianos, que habían sido enviados junto a los soldados a reducirlo les dijo:

- ¿Habéis venido con espadas y garrotes como si fuerais a por un ladrón peligroso? Aunque cada día estuve con vosotros en el templo, nunca pudisteis echarme la mano, porque aún no era la hora.

Más ésta es la hora vuestra y la hora del poder de las tinieblas.






Prendieron con rapidez a Jesús, el Hijo del hombre, y le condujeron a casa del Sumo Sacerdote, y Pedro le seguía pero de lejos, ya que el miedo comenzaba a hacer mella en él.

En plena noche encendieron el fuego del atrio para consumar la conjura, y Pedro entró mezclado entre ellos.

En esto, que una criada que lo vio cerca de la luz del fuego encendido, fijando en él sus ojos con atención dijo:

- También éste andaba junto a aquel.

Más Pedro lo negó, diciendo:

- Mujer. Yo no conozco a aquel.

Al poco tiempo de esto, otro de los presentes, mirándole lo reconoció y le dijo:

- Pero si tú también eres de aquellos que seguían tan de cerca a Jesús.

Y Pedro le dijo:

- ¡Oh hombre!, yo no soy.

Y después de alrededor de una hora, otro distinto de los anteriores, aseguraba lo mismo, diciendo:

- No tengo ninguna duda, éste estaba también con él; porque igual que él es Galileo.

A lo que Pedro respondió:

- Hombre, yo no entiendo cómo dices esto.

Y nada más terminar de decirlo el gallo cantó, anunciando la próxima salida del sol.

Ante esto, Pedro, miró a Jesús, y el Señor mandó una mirada a Pedro que se acordó de la palabra que el Señor le había anticipado:

“Antes que el gallo cante una vez, tú tres veces me habrás negado”.

Pedro, salió fuera del atrio y lloró amargamente por lo ocurrido.






En el interior los que tenían atado a Jesús se burlaban de él, con toda suerte de improperios y le golpeaban con crueldad.

Le vendaron los ojos y le daban bofetones, puñetazos y patadas, preguntándole:

- Adivina, ¿quién de nosotros es el que te ha herido?

Y repetían otros muchos insultos y blasfemaban contra él.

Y así, con este trato hacia Jesús, llegó el día, entonces se congregaron los ancianos del pueblo, y los príncipes de los sacerdotes, y los escribas que faltaban, y haciéndole comparecer en su concilio, le dijeron:

- Hemos escuchado de alguno de que tú eres el Mesías enviado por Dios mismo a nosotros.
Si tú eres el Cristo, afírmanoslo ahora.

Y les contestó:

- Si yo os lo dijera afirmándolo, yo sé que no me creeríais.

Y si os hiciese alguna pregunta, por esto que me hacéis, no me responderíais, ni me dejaríais marchar.

Sin embargo os confirmo que a partir de ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la parte derecha del Poder de Dios.

Entonces dijeron todos:

- Luego entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?

Y mirándoles detenidamente, con todo el dolor de los muchos golpes que ya le habían infringido, les dijo:

- Así es que yo soy, como vosotros mismos lo habéis dicho. 

Y el Sumo Sacerdote se levantó y dijo:

- ¿Qué necesidad tenemos ya de llamar a otros testigos, cuando nosotros mismos esta blasfemia la hemos oído de su propia boca?
Y levantándose todos en tropel de aquel concilio, le llevaron a Pilato, con el objeto de eliminarlo.






Y cuando ya estaban llegados allá, comenzaron a acusarle, diciendo:

- Hemos hallado a este hombre pervirtiendo a nuestra nación, y entorpeciendo pagar los tributos a César, y además diciendo que él es el Cristo, el ungido rey de Israel.

Pilato entonces le interrogó:

- ¿Eres tú el futuro rey de los judíos, el Cristo ungido de Dios?

A lo que Jesús respondió:

- Tú lo has dicho.

Entonces Pilato dijo a los príncipes de los sacerdotes, y al pueblo:

- Yo no hallo en delito alguno en este hombre.

Pero ellos insistían más y más, para que lo condenara, diciendo:

- Tiene alborotado al pueblo con la doctrina que va sembrando por toda la Judea, desde la Galilea donde comenzó hasta aquí.

Pilato oyendo “Galilea”, preguntó si aquel hombre era Galileo, y cuando entendió que era de la jurisdicción de Herodes, remitióle al mismo Herodes, que en aquellos días se hallaba también en Jerusalén.







Cuando informaron a Herodes sobre que le enviaban a Jesús apresado, se alegró de ver a  Jesús, porque hacía ya mucho tiempo que deseaba verle por las muchas cosas que había oído de él, y con esta ocasión esperaba verle hacer algún milagro.

Le hizo muchas, muchas preguntas, pero Él no respondió a ninguna.

Entre tanto los príncipes de los sacerdotes persistían obstinadamente en acusarle, por miedo a que se les pudiera escapar de entre sus manos.

Más Herodes, con todos los de su séquito, le despreció, y para burlarse de él le hizo vestir con una túnica blanca, y le volvió a enviar a Pilato, y por este hecho es que Herodes y Pilato se hicieron amigos aquellos mismos días, pues antes estaban enemistados entre sí.






Habiendo, con motivo de esto, convocado Pilato a los príncipes de los sacerdotes y a los magistrados, juntamente con el pueblo, les dijo:

- Vosotros me habéis presentado a este hombre como alborotador del pueblo, y he aquí que, habiéndole personalmente interrogado en vuestra presencia he de deciros que ningún delito he hallado en él, de los que le acusáis.

He incluso Herodes tampoco encontró delito alguno, puesto que os remití a él, y por el hecho se ve que no le juzgó digno de muerte.
Por tanto, después de ser castigado le dejaré libre.

Por aquellos días Pilato tenía que indultar a un reo por motivo de la llegada fiesta de Pascua, y este preso era Barrabás, el cual fue encarcelado por una gran sedición levantada en la ciudad así como por un asesinato que había cometido.

Y el pueblo allí congregado, y que había sido pagado por los Sacerdotes del sanedrín del templo, todos a una clamaron:

- Quítale la vida a éste, y suéltanos a Barrabás.

Pilatos les habló nuevamente con la intención de dejar libre a Jesús, pero todos éstos se pusieron a pedir gritando:

- ¡Crucifícalo, crucifícalo!

Y él, por tercera vez les dijo:

- ¿Pues qué mal ha hecho éste? Lo cierto es que yo no hallo en él delito ninguno que merezca la muerte, así que, después de castigarle, le daré la libertad.

Más ellos insistían con grandes clamores, pidiendo que fuese crucificado, y el griterío iba en aumento.

Finalmente, Pilato, cedió por la presión ejercida por los príncipes de los sacerdotes y por el gran griterío de los allí reunidos, a otorgar su demanda de muerte para Jesús.

En consecuencia dio la libertad, como ellos pedían, al que por causa de asesinato y sedición había sido encarcelado y que eran delitos de muerte, mientras que a Jesús por debilidad le abandonó al arbitrio de ellos.




Mientras le conducían hacia el suplicio y como Jesús había sido ya azotado y ultrajado con infinidad de duros golpes y latigazos, echaron mano de un tal Simón, natural de Cirene, que venía de una granja, y le obligaron a cargar la cruz para que la llevase detrás de Jesús.

Le seguía una gran muchedumbre de pueblo, y de mujeres, las cuales se deshacían en lloros, y le plañían.

Y Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo:

- Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad mas bien por vosotras mismas, y por vuestros hijos, porque vendrán unos días en que digáis: “Dichosas las estériles, y dichosos los vientres que no concibieron, y los pechos que no dieron de mamar”.

Serán tan grandes los sufrimientos que vuestro pueblo ha atraído sobre sí que diréis a los montes: “Caed sobre nosotros”.

Y a los collados y colinas: “Sepultadnos”, porque si al “Árbol” verde y frondoso lleno de frutos le tratáis de esta manera, ¿en el “árbol” seco que hará la Justicia de Dios?

También, con Jesús, eran conducidos a la muerte otros dos, que eran ladrones.

Tal era la maldad del Sumo Sacerdote, de los Sacerdotes, de los príncipes de los sacerdotes, de los escribas y de los ancianos reputados, que habían preparado su crucifixión entre dos ladrones, para así decir que el que se encontrara en medio de estos dos era el peor.

Y una vez llegados al lugar llamado calvario, allí lo pusieron sobre la cruz y lo clavaron a ella, y a los ladrones, lo pusieron uno a la derecha y el otro a la izquierda.

Mientras esto hacían, Jesús, decía mirando desde lo alto de su cruz:

- Padre, a los que me quieren y no han podido hacer nada más por mí, te ruego Padre Mío que los perdones. Y a los demás, que no saben lo que se hacen, igualmente te ruego que los perdones.

Mientras, los que le habían crucificado, comenzaron a repartirse los ropajes que Jesús llevaba, y como la disputa por ellos era muy violenta, los sortearon.

El pueblo entero, a favor y en contra, lo estaban viendo todo. Los del Maestro, sufrientes, y los que estaban contra Él junto a los príncipes de los Sacerdotes se burlaban cruelmente, y le dijeron:

- Ya que a otros has salvado, sálvate pues a ti mismo, si eres como dices el Cristo Mesías, el  
Enviado de Dios.

No menos lo insultaban los soldados, los cuales arrimándose a Él le dijeron burlonamente:

- ¡Eh tú!, ¿tienes sed?

A lo cual el Maestro asintió con la cabeza.
Entonces, éste mojando un trapo lo pinchó sobre la lanza y se lo puso en los labios, siendo vinagre en lo que mojó el trapo, al tiempo que todos los soldados le decían:

- Si tú eres el rey de los judíos, ponte a salvo.

Mientras la sangre cubría casi totalmente el cuerpo de Jesús, pues además del martirio infringido de martillazos, latigazos, puñetazos y golpes de todo tipo, habían colocado sobre su cabeza un gorro como los que llevan los rabinos, pero éste gorro era de espinas tan largas y gruesas que penetrando hasta lo más hondo de su piel, hacían brotar infinidad de hilos de sangre que le caían de la cabeza, sobre 
la que habían puesto un letrero en griego, en latín y en hebreo que decía: “Éste es  el rey de los judíos”.

Mientras, uno de los ladrones que había sido levantado en su cruz, blasfemaba contra Jesús, diciéndole:

- Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.

Mas el otro ladrón que también había sido ya elevado en su cruz, reprendió con tal autoridad al que blasfemaba contra el Maestro que de su boca salieron estas palabras:

- ¿Cómo?, ¿ni aún estando como estás en el mismo suplicio, tienes temor de Dios?

Nosotros, en verdad, estamos en éste suplicio justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros graves delitos, pero, éste que entre nosotros está, ningún mal ha hecho, sino que tan solo ha hecho el bien.

Y dirigiendo su mirada a Jesús que lo estaba mirando, le dijo con infinita humildad y reconocimiento:

- Señor, te lo ruego, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino.

Y Jesús le dijo con voz lastimosa:

 -  En verdad te digo que hoy mismo, tú estarás conmigo en el paraíso de Mí Padre.

Y el tiempo pasaba entre las burlas de los que estaban contra Él, y las lamentaciones de los que con Él estaban y no podían hacer nada para aliviarlo, ni rescatarlo.

Era ya casi la hora sexta, mediodía, y entonces unas espesas tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona.

El sol se oscureció, y el velo del templo se rasgo de arriba hasta abajo.
En ese momento, Jesús, clamando con una voz muy Potente, dijo:

- Padre mío, llega la hora. En tus manos encomiendo mi Espíritu.

Y exhaló por su espíritu.
En ese momento grandes temblores de tierra hacían perder el equilibrio a las gentes entre las tinieblas, y hasta el punto pasaron miedo que uno de los centuriones, viendo lo que sucedía, echándose al suelo comenzó a glorificar a Dios, diciendo:

- ¡Era verdad, era verdad que éste era un hombre justo!

Y toda la muchedumbre que habían estado presentes en este crimen, considerando todo lo que estaban viendo y pasaba corrían a sus casas dándose golpes en el pecho.








Y acompañaban sin moverse un ápice y sin miedo alguno, todos los cercanos de Jesús, sabiendo y sintiendo que el Cielo se había estremecido por tal injusticia ejercida, hacia su Maestro, y hacia su Señor. 
Y quedaron tan solo allí aquellos que lo seguían verdaderamente, cuando de entre ellos surgió un varón llamado José, hombre virtuoso y justo donde los hubiera, que además era miembro del consejo y que se mostró en contra de tal crimen. Era oriundo de Arimatea.

Todos ellos conocían muy bien a José de Arimatea, y esto era debido a que él nunca había consentido y más bien reprobado el designio que los otros habían conjurado en contra de JesúsCristo. 


Él siendo hombre de muy alta reputación en el consejo, había manifestado públicamente su creencia en la Palabra del Señor, y reconocía abiertamente esperar el prometido Reino de Dios.

Esté habló con los más cercanos a Jesús, entre los que con infinito dolor se hallaba su dolorosa madre María, y les dijo:

- Me he presentado a Pilato, y le he pedido que me concediera hacerme cargo del cuerpo  de Jesús, puesto que tengo un sepulcro y os lo ofrezco para que él tenga un lugar donde reposar.

Asintiendo en ello, se dispusieron pues a descender a Jesús de la cruz, y José intervino de pleno en ello, con sumiso cuidado y respeto. Una vez echo esto, lo envolvieron en una sábana, y lo colocaron en el sepulcro de José de Arimatea, que había sido excavado en una enorme roca maciza, y en cuyo lugar ninguno había sido antes sepultado.

Era el día que se le llamaba “parasceve” o “preparación”, e iba ya a comenzar el sábado.
Y junto a ellos, las mujeres que habían seguido a Jesús desde la Galilea, yendo tras de José, vieron el sepulcro y en la manera que había sido depositado el cuerpo de Jesús, y fue puesta la enorme losa del sepulcro.

Y, al regresar, cogieron bálsamos y aromas, para ungir a Jesús, mas tuvieron que esperar al domingo, puesto que el sábado no se les permitió hacerlo.





Y llegando la primera hora del domingo que era el primer día de la semana, muy de mañana, fueron estas mujeres al sepulcro, llevando los bálsamos y aromas que tenían preparados para Jesús.
Llegando vieron apartada la piedra de la entrada del sepulcro, y entrando dentro, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús, y se quedaron muy consternadas con esto porque pensaron que había sido ultrajado y robado, mas al instante se aparecieron de la nada y de repente junto a ellas dos personajes extraños con vestiduras resplandecientes.

Todas ellas quedaron llenas de espanto por lo que estaban viendo, y echaron el rostro hacia la tierra como símbolo de temor y de respeto, cuando uno de estos seres luminosos les dijo:

- No temáis mujeres, somos Ángeles Mensajeros del Señor. ¿Para qué andáis buscando entre los muertos al que está vivo?
Jesús no está ya aquí, sino que resucitó.

Acordaros de lo que os anticipó previniéndoos, cuando aún estaba en Galilea. Diciéndoos: “Es conveniente que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y crucificado, y que al tercer día resucite”.

Ellas, en efecto, se acordaron de éstas palabras de Jesús, y volviendo,

 al sepulcro, se  quedaron allí y anunciaron a todos los que se acercaban lo que les sucedió, y a los 11 discípulos del Señor.

Las mujeres que contaron esto a los apóstoles eran María la de Magdala, apodada la Magdalena, Juana, y María la madre de Santiago, y las otras que eran sus compañeras.

Más los Apóstoles vieron estas buenas noticias, estas buenas nuevas, como un desvarío de las mujeres, y tomándolas así no las creyeron.

Entonces, dos de ellos, Pedro y Juan, se acercaron corriendo al sepulcro y, asomándose a su interior, vieron que la mortaja estaba sola en el suelo, y se volvieron admirados y felices para consigo visto lo que había sucedido.









Ese mismo día dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos 70 estadios.

Y conversaban entre ellos de todas las cosas que habían acontecido.

Mientras así hablaban, discurrían y conjeturaban recíprocamente, el mismo Jesús,  que iba por el mismo camino se juntó con ellos, y caminando en su compañía les escuchaba con atención.

Más los ojos de éstos primeros debían de estar muy cegados porque en realidad no le reconocieron.

Y Jesús les dijo:

- ¿Qué conversación es esta que mantenéis entre los dos mientras camináis, y por qué estáis tan tristes?

Entonces, uno de ellos, llamado Cleofás, respondiendo le dijo:

- ¡¿Es que acaso eres tú el único forastero que no sabes lo que ha pasado en ella estos días?!

Entonces, él los miró, pero su aspecto era diferente al que todos conocían y le dijo:

- ¿A qué te refieres?

Y Cleofás le contó:
- Me refiero a lo que han hecho con Jesús el Nazareno, siendo un profeta, poderoso en obras divinas y en palabras, a los ojos de Dios y de todo el pueblo.

Y veníamos conversando cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros propios jefes le entregaron a Pilato para que fuese condenado a muerte, y le han crucificado.

Más nosotros esperábamos que Él fuera el que había de redimir a Israel, y no obstante, después de todo esto, he aquí que estamos ya en el tercer día después de que hicieran esto que te contamos, con Él.

Cierto es también que algunas mujeres de nuestro propio círculo nos han sobresaltado,  porque nos contaron que antes incluso de ser de día se acercaron al sepulcro para ungir su cuerpo, y no hallándolo, regresaron apenadas, diciendo que se les aparecieron dos Ángeles Luminosos del Señor, los cuales les aseguraron de que Jesús estaba vivo y que había resucitado.

Incluso algunos de los nuestros se acercaron al sepulcro, y vieron que era cierto lo que las mujeres dijeron, pero a Jesús no lo encontraron ni lo vieron, y nos resulta muy difícil de creerlo.

Entonces Él los miró y les dijo:

- ¡Oh, sois muy necios y duros de corazón en creer todo lo que os anunciaron los profetas!

¿O es que acaso no era por ventura conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas, y entrase así en su Gloria?

Y habiendo comenzado desde Moisés, pasó por todos los profetas, mientras caminaban, interpretándoles en todas las Escrituras Santas los lugares en los que hablaban de Él.
En esto que seguían sin reconocer el rostro, y el aspecto que Jesús mostraba en ese momento, llegaban ya a la aldea dónde ellos se dirigían, y Él hizo intención de seguir caminando, más ellos lo persuadieron con insistencia para que pernoctara allí, diciéndole:

- Quédate con nosotros pues ya esta haciéndose de noche, y el día está cayendo.

Y accediendo entró con ellos donde iban a pasar la noche.

Y después de un rato, estando ya juntos en la misma mesa y dispuestos para cenar, tomó el pan y lo bendijo de tal manera y con tal ofrecimiento y reverencia, partiéndolo después y dándoselo después a cada uno de ellos, que fue cuando a ellos se les abrieron los ojos interiores y reconocieron que era Jesús el Señor que había resucitado.

En ese instante y ante sus miradas Él de repente desapareció de su vista.

Ellos dos quedaron imbuidos por el Santo Espíritu y se dijeron el uno al otro:

- ¡Claro está quién ha sido nuestro acompañante! ¿Acaso no es verdad que sentíamos como nuestro corazón se encendía, mientras nos hablaba por el camino, y nos explicaba las Sagradas Escrituras?

Y, levantándose los dos de la mesa, inmediatamente caminaron toda la noche de regreso a Jerusalén, donde coincidieron en juntarse los 11 apóstoles y todos los que seguían a Jesús, que les decían:

- El Señor ha resucitado realmente, y se ha aparecido a Simón.

Y ellos dos, por parte suya, contaron a todos lo que les sucedió cuando iban de camino a Emaús, y cómo le habían reconocido con otro rostro y otro aspecto cuando partió y bendijo el pan.








Y mientras estaban hablando de estas cosas en la sala que ocupaban, se apareció Jesús entre ellos de manera tan refulgente y luminosa que el temor hizo mella en ellos, y de repente, les dijo:

- La paz sea con vosotros, soy yo no temáis.

Todos ellos quedaron atónitos y atemorizados aún, se imaginaban de estar viendo algún espíritu.

Y Jesús conociendo lo que sus corazones en ese instante estaban sintiendo para sí, les añadió:

- ¿De qué os asustáis, y por qué dais lugar en  vuestros corazones a tales pensamientos?
Mirad pues, mirad mis manos y mis pies, yo mismo soy.

Palpad y considerad que un espíritu no tiene carne, ni huesos, como vosotros veis que yo tengo.

Dicho esto, les mostró las manos y los pies, mas ellos, estando en el estado de temor y confusión en el que estaban no lo terminaban de creer.

Y Él les dijo entonces:

- A ver, ¿tenéis aquí algo que pueda comer y os tranquilicéis entonces?

Y ellos le dieron un pedazo de pez asado y un panal de miel.

Entonces Él, con infinita paz se sentó y comió, y de lo que le sobró se lo ofreció a todos los que allí estaban para que también comieran y se quedaran en paz.










Y con prontitud les dijo:

- ¿Comprendéis ahora lo que os decía, cuando estaba aún con vosotros aquí abajo, y de lo necesario que era que se cumpliese todo cuanto está escrito de mí en la Ley de Moisés, en la de los Profetas, y en los Salmos?

Entonces el Superior Entendimiento les abrió sus mentes para que entendiesen completamente lo que la Escrituras decían y explicaban verdaderamente del Reino de los Cielos, y el Reino de Dios.

Y añadió:

- Así estuvo durante tantísimo tiempo escrito y así era necesario que el Cristo padeciese, y que resucitase de entre los muertos al día tercero.

Y que en el nombre Suyo se predicase la penitencia necesaria para el perdón de los pecados cometidos en todas las naciones de la Tierra, comenzando por Jerusalén.

Vosotros sois los testigos escogidos para certificar estas cosas, y os adelanto que yo os voy a enviar el Espíritu Divino, que Mi Padre os ha prometido a través de mí, como ya os anticipé en aquel tiempo y lugar.

Así que, hasta que esto suceda, permaneced en la ciudad, porque seréis “nuevamente vestidos” de una Fortaleza que procede de Arriba.

Ahora, venid conmigo camino de Betania, y veréis como asciendo a los cielos.

Y apenas salidos de la ciudad, les añadió:

Sabed que Juan bautizó con agua, más vosotros habéis de ser bautizados en el Santo Espíritu dentro de pocos días.

Entonces los que estaban presentes le hicieron esta pregunta que entre ellos habían planteado:

- Señor, ¿éste es el tiempo en que has de restituir el reino de Israel?

A lo que Jesús respondió:

- No es vuestra labor, ni tarea, ni corresponde a vosotros el saber los tiempos y momentos que tiene el Padre reservados para su Poder Sobrenatural.

Recibiréis sí, la Fuerza y Virtud del Santo Espíritu, que descenderá sobre vosotros, y como os he dicho seréis mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea y Samaria, y hasta el otro extremo de la Tierra.

Y levantó las manos y les dio su bendición, y mientras aún se hallaba con las manos extendidas se iba separando de ellos hacia las alturas subiendo por el aire por una Fuerzas que no comprendían, y entrando en una luminosísima nube que había sobre ellos, desapareció dentro.

Y mientras observaban asombrados como Jesús subía hacia arriba del cielo, he aquí que aparecieron dos personajes con unas vestimentas tan blancas y luminosas que disputaban con la luz del día, los cuales les dijeron:

- Varones de Galilea, ¿por qué estáis aún ahí parados mirando al cielo?
Sabed con certeza que éste Jesús, que despidiéndose y separándose de vosotros ha subido hacia el cielo, regresará de la misma forma que le acabáis de ver subir allá.

Tan impresionados quedaron todos ellos que se quedaron imbuidos por el Espíritu y se quedaron adorando lo que por ellos había realizado.

Después, regresaron a Jerusalén con grandísimo júbilo y felicidad.

Y todos los siguientes días iban al templo, para alabar y bendecir a Dios, diciendo siempre al final: “Así sea”.

También, para hallar el recogimiento necesario, se reunían en la misma habitación en la que Jesús celebró la última cena, donde tenían su lugar para dialogar y orar todos juntos, allí estaban Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago hijo de Alfeo, y Simón llamado el Zelador, y Judas hermano de Santiago, y todos juntos perseveraban con entrega en oración junto a las piadosas mujeres, y con María la madre de Jesús, así como los hermanos y parientes de éste, de Jesús.


La Fraternidad.
SEXTA PARTE   







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